A principios de 1948,
la entrega de «Carta desde París» y «Carta desde Londres» se trasladó desde el
domingo a un día más civilizado de la semana, y a mí me trasladaron con ella.
Otra persona pasó a encargarse de las noches de domingo y empecé a dedicar la
mayor parte del tiempo a editar largas piezas factuales: «Perfiles»,
«Reportajes» y textos de ese tipo.
Seguí editando a
Flanner y Mollie Panter-Downes –de hecho, a partir de entonces edité todo lo
que cualquiera de los dos escribiese para la revista–, y también me asignaron a
varios escritores de primera clase del New Yorker, con muchos de los cuales
formé alianzas permanentes. Eso implicaba menos tiempo con los escritores de
menor calidad con los que había empezado, los Helen Mears y Joseph Wechsberg. Helen
Mears era una escritora olvidable; a Joseph Wechsberg lo recordaré siempre.
Era un incordio, un Mal
Ejemplo y un rito de paso para cada editor junior. Para empezar, era checo y en
realidad nunca aprendió inglés. (Aquí hay una observación biológica de
Wechsberg que he conservado intacta a lo largo de los años: «Sin los largos
hocicos de los abejorros, los pensamientos y el trébol rojo no pueden ser
fructificados».) Además, había empezado como escritor de ficción (ahora es más
conocido, si es que se le conoce por algo, por algunos relatos que publicó en
la revista antes de la guerra) y, cada vez que los datos que necesitaba
resultaban elusivos, se los inventaba.
Como su escritura
estaba desvinculada de la gramática, el vocabulario y la cordura (ver arriba),
podía escribir muy deprisa, y no había nadie más prolífico que él. Sandy
Vanderbilt siempre decía que había editado más a Wechsberg que yo, y que había
editado más a Wechsberg de lo que el propio Wechsberg había escrito, por culpa
de una pesadilla recurrente en la que trabajaba en un manuscrito implacable e
interminable de Wechsberg que seguía supurando por mucho que Sandy trabajara,
pero cuando fuimos a la morgue y sacamos el archivo de Wechsberg, ninguno de
los dos podía recordar quién había editado qué, o, para ser más precisos, quién
había escrito qué.
Lo que nos molestaba
era que Wechsberg era inmensamente popular entre los lectores, lo que quería
decir que nosotros éramos inmensa, aunque anónimamente, populares entre los
lectores. Cuando llegaron algunos editores que eran todavía másjuniors que yo
–Bill Knapp, Bill Fain, Bob Gerdy y un par de figuras más transitorias–, les
asignaron a Wechsberg y yo quedé libre al fin. No totalmente libre, por
supuesto.
Como la revista
publicaba cincuenta y dos números al año, la mayoría de los cuales contenía
(entonces) al menos dos piezas factuales, era demasiado esperar que los
escritores de primera fila pudieran satisfacer esa demanda. Eso abrió la puerta
a escritores de segunda línea y yo (como Sandy, Shawn y todos los demás) tenía
que echar una mano. Era el tipo de trabajo que me llevó a una serie de
conclusiones sobre la edición.
Regla
general n.º1:
Para ser bueno, un
texto requiere la inversión de una cantidad determinada de tiempo, por parte
del escritor o del editor. Wechsberg era rápido; por eso, sus editores tenían
que estar despiertos toda la noche. A Joseph Mitchell le costaba muchísimo
tiempo escribir un texto, pero, cuando entregaba, se podía editar en el tiempo
que cuesta tomar un café.
Regla
general nº 2:
Cuanto menos competente
sea el escritor, mayores serán sus protestas por la edición. La mejor edición,
le parece, es la falta de edición. No se detiene a pensar que ese programa
también le gustaría al editor, ya que le permitiría tener una vida más rica y
plena y ver más a sus hijos. Pero no duraría mucho tiempo en nómina, y tampoco
el escritor. Los buenos escritores se apoyan en los editores; no se les
ocurriría publicar algo que nadie ha leído. Los malos escritores hablan del
inviolable ritmo de su prosa.
Regla
general nº 3:
Puedes identificar a un
mal escritor antes de haber visto una palabra que haya escrito si utiliza la
expresión «nosotros, los escritores».
Regla
general nº 4:
Al editar, la primera
lectura de un manuscrito es la más importante. En la segunda lectura, los
pasajes pantanosos que viste en la primera parecerán más firmes y menos
tediosos, y en la cuarta o quinta lectura te parecerán perfectos. Eso es porque
ahora estás en armonía con el escritor, no con el lector. Pero el lector, que
solo leerá el texto una vez, lo juzgará tan pantanoso y aburrido como tú en la
primera lectura. En resumen, si te parece que algo está mal en la primera
lectura, está mal, y lo que se necesita es un cambio, no una segunda lectura.
Regla
general nº 5:
Uno nunca debe olvidar
que editar y escribir son artes, o artesanías, totalmente diferentes. La buena
edición ha salvado la mala escritura con más frecuencia de lo que la mala
edición ha dañado la buena escritura. Eso se debe a que un mal editor no
conservará su trabajo mucho tiempo, mientras que un mal escritor puede
continuar para siempre, y lo hará. La buena escritura existe al margen de la
ayuda de cualquier editor. Por eso un buen editor es un mecánico, o un
artesano, mientras que un buen escritor es un artista.
Fuente:
[Gardner Botsford fue editor de The New Yorker. En
este extracto de Life of Privilege, Mostly, expone unas reglas para editar un
texto.] / Daniel Gascón / gascondaniel
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